Victorino Martínez, burócrata decimonónico.

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Una historia verídica con un final poco feliz.

Si tienes que gestionar una empresa sabrás que cada dos años es obligatorio renovar el certificado digital que se necesita para cumplir con las obligaciones fiscales y otras gestiones con la administración. ¿Por qué cada dos años, te preguntarás, cuando otros documentos oficiales como el pasaporte o el DNI tienen 10 años de vigencia? Una pregunta, como tantas otras relacionadas con la burocracia, imposible de contestar.
El proceso podría ser técnicamente muy sencillo. La Administración tiene todos los datos de tu empresa y de sus administradores, y el certificado digital solo es un pequeño archivo informático que se instala en tu ordenador para verificar la autenticidad de los documentos que envías por Internet. El certificado digital para autenticar una página web, por ejemplo, se obtiene fácilmente en pocos minutos.
¡Pero NO! Este trámite, que han de realizar millones de pequeñas empresas y profesionales, es una pesadilla tecnológica. Para solicitar el certificado es necesario hacer previamente una serie de extrañas configuraciones en el navegador de Internet. No en el que uses habitualmente, sino en el que ha seleccionado la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre; Internet Explorer, que ya casi nadie utiliza y que incluso Microsoft ha dejado de recomendar. Luego rellenas el formulario online, pulsas el botón de enviar, y voilà; un mensaje de error. Descifras penosamente lo que has hecho mal; rellenas de nuevo el formulario. Repites el proceso varias veces. Al final, si tienes suerte, obtienes una página con un código de solicitud.
Y esto no ha hecho más que empezar. El siguiente paso consiste en obtener un certificado del Registro Mercantil para asegurar que la empresa y sus administradores son quienes dicen ser.  Tienes dos opciones. O bien darte un paseo hasta el Registro, hacer una cola para solicitarlo y otra, unos días después, para recogerlo; o bien intentar enviar una solicitud online que resulta, si cabe, más kafkiana que la del certificado. Mejor no entro en detalles sobre esta segunda opción porque no acabaría nunca.
El último paso, una vez salvados con éxito los dos escollos anteriores, es relativamente sencillo. Sólo tienes que pedir una cita en una oficina de la Agencia Tributaria, presentarte allí en la fecha y hora estipuladas con la solicitud y el certificado, y enseñarle a un propio tu DNI para que vea que eres quien dices ser. Un trámite que dura unos dos minutos, y que a estas alturas hemos renunciado a cuestionar, aunque parece a todas luces innecesario.
Y aquí es donde entra en juego D. Victorino Martínez. Cuando hace unas semanas realicé esta gestión, me presenté en Hacienda con dos solicitudes y los dos certificados correspondientes del Registro Mercantil. Era agosto, no había nada de cola y una funcionaria cincuentona y mal encarada me atendió rápidamente. Le entregué los papeles del primer certificado, me pidió el DNI, y unos segundos después me dijo que el certificado ya estaba emitido. Le entregué entonces los papeles del segundo certificado. Me miró con desprecio y se negó a hacer la gestión. “Un trámite por cita”, me dijo. Le pregunté por qué; me respondió que eran las normas. Le pregunté qué normas, y se negó a responderme. Fue entonces cuando solicité hablar con su superior, D. Victorino Martínez.
Victorino me recibió de pie en un pasillo. Le expliqué mi situación. Me dijo que la funcionaria tenía razón y debería volver otro día. Le expliqué que el trámite era sencillo y tardaba menos de dos minutos. Le expliqué que volver otro día a la Agencia Tributaria me haría perder un par de horas de trabajo. Le expliqué que no había nada de cola, y que incluso aún no era la hora concertada para mi cita. Le expliqué que en ningún momento durante la solicitud de la cita se indicaba que la cita era válida para un único trámite.
Victorino me miraba con indiferencia. Le pregunté qué norma era la que impedía que hiciera mi gestión. No supo contestarme. Me estaba obligando a perder un par de horas de mi tiempo por el simple placer de hacerme daño.
Le dije entonces que quería hacer una reclamación. Me miró con una sonrisa de condescendencia; se introdujo en su despacho, abrió uno de los cajones de su mesa y sin decir palabra me entregó un viejo formulario mal fotocopiado. Su actitud derrochaba la arrogancia de quien se siente inmune ante las quejas. Luego se giró, dándome la espalda y dando de paso por finalizada la conversación.
Salí de la oficina de la Agencia tributaria echando humo. Al llegar a la oficina, decidí investigar al personaje. Pero no había nada que investigar. El único rastro que hay de él en Google es del Boletin Oficial del 14 de septiembre de 1984. Victorino había aprobado la oposición para el ingreso en el Cuerpo Especial de Gestión de la Hacienda Pública, especialidad de Gestión y Liquidación, en el puesto 61 de la lista. Fue destinado a la Administración de Hacienda en Andújar. Desde entonces su rastro se pierde en las profundidades de la burocracia administrativa.
El Índice global de Competitividad del World Economic Forum indica que el principal obstáculo para la competitividad en España es la ineficiencia burocrática de la Administración española. España ocupa el vergonzoso puesto 113 de 137 países en este epígrafe. D. Victorino Martínez y otras personas como él son responsables de la gestión de este pequeño infierno.
Postdata. La reclamación presentada, en persona y online, no ha recibido respuesta hasta el día de hoy.

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