¡Quiten ese cartel!

Cada mañana, desde hace unos días, en la parada del autobús que tomo para ir al trabajo me espera un cartel publicitario que me sienta como una bofetada.

La publicidad de Coca-Cola siempre me ha gustado. La última campaña, titulada #razonesparacreer, transmite un mensaje de esperanza y optimismo centrado en el eslogan “Hay razones para creer en un mundo mejor”. El spot que se difundirá en España en los próximos días forma parte de una campaña de ámbito global. Muestra ejemplos de comportamientos solidarios, como un restaurante que ofrece menús gratis a los desempleados, o un pueblo de León que ofrece una casa a quien la necesite. Es una buena campaña, en la línea de Coca-Cola. Asociar la marca a los sentimientos positivos. Coca-Cola lo lleva haciendo desde hace muchos años y lo hace muy bien.
No puedo comprender cómo se ha incluido en esa campaña el cartel que veo cada día en la marquesina de la parada de autobús. En un guiño barato a los jóvenes indignados, el cartel muestra a una chica joven, versión edulcorada del paradigma perroflauta, sosteniendo un cartón en el que ha escrito con rotulador grueso su reivindicación:
“Tenemos derecho a soñar y que se haga realidad”
No se me ocurren muchas reivindicaciones más estúpidas. ¿Tenemos derecho a la magia? ¿A conseguir automáticamente lo que soñamos? La frase, además, está mal construida. ¿Qué es lo que debe hacerse realidad? Se supone que nuestro sueño, pero no queda del todo claro.
Algún creativo superviviente de mayo del 68 ha mezclado conceptos en un batiburrillo mental y ha construido una frase que refleja exactamente lo contrario al mensaje de la campaña. Amigos de Coca-Cola: tenemos derecho a soñar, claro que lo tenemos. Y también tenemos derecho a luchar para que se hagan realidad nuestros sueños. Pero no tenemos ningún derecho a esperar que nuestros sueños se hagan realidad por el simple hecho de soñarlos, aunque nos lo diga una jovencita con piercing y rastas. Las cosas no se hacen realidad por arte de magia. Insinuar que tenemos ese derecho transmite un mensaje ofensivo para todos los que nos esforzamos cada día en hacer realidad al menos una pequeña parte de nuestros sueños. Y también para los jóvenes indignados, a los que refleja como descerebrados con reivindicaciones imposibles.
¡Por favor, quiten ese cartel!

Funcionarios


«Los ministros van y vienen, pero nosotros nos quedamos». Una frase que he oído muchas veces en la Administración, y una muestra del poder en la sombra  de los funcionarios. Luis Arroyo recogía hace unos días en su blog algunas citas de aquella impagable serie británica, «Yes, minister», una joya de la crítica que merece la pena repasar:

  • “Si la gente no sabe lo que haces, no sabe lo que haces mal”.
  • “El asunto está siendo considerado’ significa que hemos perdido una carpeta. ‘El asunto está siendo activamente considerado’ significa que estamos buscando la carpeta”.
  • “El primer ministro no quiere la verdad, quiere algo que pueda decir al Parlamento”.
  • “Si los funcionarios no pelean por el presupuesto de su ministerio, se pueden quedar con un ministerio tan pequeño que lo puede gestionar hasta un ministro”.
  • “La Ley de Secretos Oficiales no está para proteger los secretos, sino para proteger a los oficiales”.
  • “Lo sorprendente de los académicos no es que tengan un precio, sino lo bajo que es su precio”.
  • “Solo son totalitarios los Gobiernos que suprimen los hechos. En este país simplemente tomamos la decisión democrática de no publicarlos”.
  • “Si no te gusta la decisión de un ministro, acéptala con gusto y sugiérele que deje los detalles en tus manos”.
  • “Nuestro trabajo es decirle al Parlamento la verdad y solo la verdad. Pero sería irresponsable decirle toda la verdad”.
  • “Es bien sabido en el Foreign Office que una orden del primer ministro se convierte en un requerimiento del ministro, luego en una recomendación del secretario de Estado y finalmente en una sugerencia del embajador. Si es que llega tan lejos…”.

Sobre las cuentas públicas

Una modesta contribución al debate sobre las cuentas públicas en tiempos de crisis.

En la situación de bajo crecimiento y amenaza de recesión que vivimos en el mundo occidental, los economistas no logran ponerse de acuerdo sobre cuál es el curso de acción adecuado. Dos bandos aparentemente irreconciliables proponen acciones opuestas. Uno de ellos  reclama austeridad y reducción del gasto público. El otro receta políticas keynesianas de estímulo, basadas en el gasto público para reanimar la economía.
Un ejercicio de sentido común podría iluminar este debate y facilitar un punto de encuentro entre las dos posturas.  Se trata simplemente de reformular las cuentas públicas según los principios generales de la contabilidad.
Cualquier administrador de cualquier empresa conoce bien los principios generales de la contabilidad. El método establecido por Giovanni de Medici en el siglo XIV para su banco veneciano lo siguen utilizando hoy en todo el mundo las empresas, grandes y pequeñas, de todos los sectores. Se basa en el concepto de partida doble; a una o más cuentas deudoras corresponden siempre una o más cuentas acreedoras por el mismo importe. Las cuentas de activo y gasto son deudoras, y las de pasivo, ganancia y patrimonio neto son acreedoras.
Sin embargo, de forma incomprensible, los Estados plantean sus cuentas ignorando completamente estos principios. Los presupuestos nacionales se elaboran con la mentalidad de un comerciante del siglo XIII. Sólo se consideran ingresos y gastos. En los presupuestos no existe diferencia alguna entre gasto e inversión, y no existen los conceptos de amortización, provisiones, o pasivos a largo plazo. Por supuesto, tampoco existe nada parecido a un balance.
Si esto sucediera en una empresa sería imposible emitir una opinión fundada sobre su salud financiera. Del mismo modo, en estas condiciones el debate sobre las cuentas públicas se basa en una valoración casi a ciegas de las expectativas futuras sobre crecimiento e ingresos.
¿Qué sucedería si reformuláramos las cuentas públicas según los principios contables? El ejercicio es complicado. Los criterios a utilizar no estarían del todo claros al principio. Tendríamos que ponernos al día de 7 siglos de retraso respecto a la contabilidad empresarial. Sin embargo, una contabilidad pública formulada según los principios contables generalmente aceptados (PGC, GAAP) reflejaría inmediatamente algunos conceptos muy interesantes:

  • La inversión es distinta al gasto. La inversión pública se contabiliza como activo, y no se refleja en el balance como pérdida (déficit). Un punto a favor de los keynesianos.
  • La deuda pública se incluye en el pasivo, y en el activo se incluye el valor actual neto (NPV) de los futuros ingresos fiscales (difícil de calcular, pero una estimación sensata es suficiente). Esto permite valorar la sostenibilidad de las políticas fiscales, y proporciona una base sólida para ajustar la carga fiscal.
  • Los compromisos futuros, como las pensiones, también se incluyen en el pasivo (por su valor actualizado). En el activo se incluye el valor actualizado de las contribuciones equivalentes.
  • ¡A final de año tendremos un balance! Su resultado será significativo para valorar la salud financiera del país. El presupuesto del Estado se contrastará con el balance, y permitirá elaborar los siguientes presupuestos de manera más informada.

Una contabilidad nacional sensata no resolvería nuestros problemas, pero proporcionaría una base sólida para el debate y el análisis de las políticas fiscales y presupuestarias. Las decisiones sobre privatizaciones, gasto e inversión estarían mejor informadas.
El FMI discutió en 2005 un enfoque parecido (Balance Sheet approach) para valorar las vulnerabilidades de los mercados emergentes. Sin embargo, en la reciente crisis de los países desarrollados no parece que aún se les haya ocurrido una idea similar.
¿Alguien se anima a intentarlo?