Ninalee versus #MeToo

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Hace unos días ha muerto Ninalee Craig, la protagonista de una foto memorable de Ruth Orkin, tomada en Florencia, en 1951.
Cuando la foto se publicó en 1952, la revista Cosmopolitan la acompañó de un pie de foto que decía: “Contemplar a las damas es un pasatiempo popular, inofensivo y halagador, en muchos países extranjeros”.
Debo ser viejo y machista; me cuesta mucho entender el rechazo feroz que la costumbre del piropo suscita en las adalides del feminismo actual. Mi percepción del asunto se acerca mucho a la de la propia Ninalee, en aquel tiempo una estudiante norteamericana de 23 años que viajaba sola por Europa.
Ninalee decía que la atención de los hombres no le hacía sentirse asustada, sino fuerte y emocionada. Nótese en la foto cómo uno de los personajes, el más cercano a nuestra protagonista, se toca con una mano sus partes nobles. No quiero ni pensar qué diría hoy una mujer #MeToo de un gesto semejante. Ninalee explicaba que la postura era para muchos italianos un comportamiento habitual, como una invocación a la buena suerte o una forma de asegurarse de que “las joyas seguían en su sitio”.
Hay una diferencia clara entre el piropo y el acoso. En el primero no hay contacto físico; no hay amenaza, sólo deseo y admiración. La expresión a veces es burda, a veces obscena, pero nunca violenta o amenazadora. La mujer no es una víctima y no debería sentirse humillada porque no está en una situación de inferioridad. El deseo del hombre le otorga una posición de control.
Bibi Andersen coincidía en una entrevista reciente con este punto de vista. En sus palabras, “se monta un escándalo con cualquier cosa banal y luego muy poquito con los temas importantes.
[…] Mira, yo paso la prueba del andamio y, cuando voy por la calle, aún me caen piropos. Y si a ese hombre le ponen una multa, se la tengo que pagar yo por el subidón que me ha regalado.
[…] Se está demonizando el deseo y, si se acaba la seducción, se acaba la vida. Es un puritanismo absurdo, es escandalizarse por hobby.”  

En mi modesta opinión, interpretar una expresión espontánea de atracción como un acto hostil es una forma pobre de reivindicar las aspiraciones o los derechos de la mujer. Admiro a las mujeres fuertes. El mundo será mejor cuando hombres y mujeres tengamos de verdad los mismos derechos y oportunidades. Interpretar a destiempo el papel de víctima no contribuye a conseguirlo.

Pobre Lagarde

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Christine Lagarde ha sido para mí, durante muchos años, eso que ahora se llama un role-model y antes se habría dicho una mujer ejemplar. Inteligente, ambiciosa, competente. Fue ministra de economía con Villepin y Fillon, y desde el escándalo de Strauss-Kahn es directora del FMI.
Las veces que la he oído hablar en público me ha llamado la atención su forma de expresarse, con aplomo pero sin pretensiones, y sin rastro de esa arrogancia que suelen usar los expertos cuando se dirigen a la plebe.
Naturalmente, como corresponde a los patricios franceses, Christine era también una mujer muy elegante. En contraste con la casta a la que pertenece, sus expresiones y sus gestos mostraban siempre un matiz de dulzura que, al menos en mi percepción, revelaban la bondad de su alma.
Hace unos años, Christine se vio envuelta en un escándalo de corrupción que puso en duda su honestidad, y que se resolvió un tiempo después cuando el tribunal la encontró culpable de negligencia, aunque no le impuso ninguna condena.
No sé que le ha pasado a Christine desde entonces, pero algo ha cambiado en ella. ¿Los estragos del poder? Las fotos que he visto de ella en el último foro de Davos revelan una transformación siniestra. Si la cara es el espejo del alma, Lagarde se ha convertido en una mujer arrogante, de mirada altiva y alma fría. Su dulzura y su bondad han desaparecido.
En estos tiempos que corren no hay muchos políticos que merezcan respeto y admiración. Por eso la metamorfosis de Christine Lagarde me tiene compungido. Una pérdida más en mi limitado universo de personas que merecen la pena.