Jorgam

Foto de Jorgam

Fue mi primer jefe. Se llamaba Juan, pero se hacía llamar Jorgam porque se consideraba un artista y los artistas, según su visión del mundo, debían tener nombres artísticos. Nadiuska. El Fary. Jorgam.

Era fotógrafo y su negocio se centraba en las fotos de colegios. En aquel tiempo, una vez al año, a todos los alumnos se les hacía un retrato; luego se tomaba también un retrato de grupo con toda su clase y su profesor. Al cabo de unos días se entregaba a cada uno un paquete con distintos formatos de su foto y la foto del grupo enmarcada en un paspartú. Los niños debían llevar a su casa las fotos y traer después un sobre con su importe, o bien una nota de los padres diciendo que no querían comprarlas. Muy pocos las rechazaban.

Yo tenía 19 años y era estudiante. Vi un anuncio en el periódico diciendo que necesitaban un fotógrafo, y a los pocos días ya estaba haciendo fotos de mocosos en colegios del extrarradio. El trabajo estaba bien pagado y bien organizado. Jorgam me depositaba a primera hora en el colegio, armado con una cámara réflex y un par de flashes con los que montaba un estudio efímero, pero bien planificado. Uno de sus hijos aún adolescentes, Juanma o Dulce, me servía de ayudante; colocaba a los niños en su sitio, les hacía poner una pose y un gesto previamente establecidos y, si era necesario, les peinaba o les limpiaba los mocos. Yo sólo tenía que enfocar y disparar la cámara.

Al poco tiempo me cansé de esa rutina, pero seguí “trabajando” con Jorgam de forma intermitente durante casi dos años. Me ocupaba del laboratorio fotográfico en blanco y negro que tenía en el sótano de su estudio. Participaba en sesiones fotográficas para carteles teatrales de compañías de tercera fila. Hice fotos de la movida madrileña, que en esos años estaba en su momento de gloria. Intenté con poco éxito entrar en el mercado de la fotografía industrial y publicitaria.

Jorgam era un tipo generoso y enloquecido. Vivía en un mundo desconocido hasta entonces para mí, y cualquier idea descabellada despertaba en él un entusiasmo infantil. Cuando salieron los videos betamax le apasionaron sus posibilidades; desde los reportajes de acontecimientos deportivos a la pornografía o el pirateo de películas en super-8. No necesité insistirle mucho en las ventajas que tendría disponer de un ordenador para que comprara uno de los primerísimos computadores personales, un PET de 4K de memoria, con el que jugué muchas horas y aprendí a programar en Basic. Nunca le sirvió de nada, pero Jorgam estaba orgulloso de tener un ordenador, al que llamaba “El Cerebro”. Me permitía usar a mi antojo los coches de su desvencijada flota, compuesta por un 600 y un 1500 de gasoil. Él conducía un Citröen GS, a bordo del cual se sentía importante.

Recuerdo a Jorgam con cariño. Su nombre está unido a una etapa feliz de mi vida, llena de descubrimientos y vacía de preocupaciones. Cuando paso por la calle Fernán González y veo el escaparate de su estudio, cerrado hace muchos años, noto un pinchazo de nostalgia que me hace sentir frágil.

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