Christine Lagarde ha sido para mí, durante muchos años, eso que ahora se llama un role-model y antes se habría dicho una mujer ejemplar. Inteligente, ambiciosa, competente. Fue ministra de economía con Villepin y Fillon, y desde el escándalo de Strauss-Kahn es directora del FMI.
Las veces que la he oído hablar en público me ha llamado la atención su forma de expresarse, con aplomo pero sin pretensiones, y sin rastro de esa arrogancia que suelen usar los expertos cuando se dirigen a la plebe.
Naturalmente, como corresponde a los patricios franceses, Christine era también una mujer muy elegante. En contraste con la casta a la que pertenece, sus expresiones y sus gestos mostraban siempre un matiz de dulzura que, al menos en mi percepción, revelaban la bondad de su alma.
Hace unos años, Christine se vio envuelta en un escándalo de corrupción que puso en duda su honestidad, y que se resolvió un tiempo después cuando el tribunal la encontró culpable de negligencia, aunque no le impuso ninguna condena.
No sé que le ha pasado a Christine desde entonces, pero algo ha cambiado en ella. ¿Los estragos del poder? Las fotos que he visto de ella en el último foro de Davos revelan una transformación siniestra. Si la cara es el espejo del alma, Lagarde se ha convertido en una mujer arrogante, de mirada altiva y alma fría. Su dulzura y su bondad han desaparecido.
En estos tiempos que corren no hay muchos políticos que merezcan respeto y admiración. Por eso la metamorfosis de Christine Lagarde me tiene compungido. Una pérdida más en mi limitado universo de personas que merecen la pena.